viernes, 12 de agosto de 2011

Una mirada. Cuento.


                
                De nuevo aquel hombre fue y vino por el barrio sin hallar en su paisaje un solo recuerdo que recuerde  o un rasgo convocador de su memoria. Y en esa última tarde del otoño bromeó que su caminata no detendría los planetas del espacio ni a los autos que apuraban la calle; ajenas realidades.   
         
                Por ahí vivía Maritza que cargaba un apellido eslavo de varias consonantes, estudiaba astronomía  y le brillarían algo más sus ojos claros al culminarse juntos. adheridos y siendo ‘más nosotros’. Los dos eran cercanos a los treinta años  y convivían ese regocijo de ser un cuerpo sólo. Unidos en la cúspide y en el silencio de la ternura; y forzar hacia la memoria ese aliento a homenaje es idea improbable, se dijo el hombre que tras tantos años retornara a su origen tan cambiado.

                 Tal vez el ayer es una sombra astuta, un recuento de sumergida lluvia o incierto fotograma que  no lleva a destino. Y así ni es retornable el gesto de silencio con que Maritza le abriría la puerta y sus padres fingían ser ajenos al encuentro. ¿Siempre él saldría cauteloso a la calle al amanecer o los vecinos lo  cruzarían ya bien crecido el día? Sin ambages, recuperar caricias  o la furtiva voz de una mujer que amamos es intención perdida; el pasado se nutre de tiempo congelado.

-     Espero que tus viejos no llamen a la puerta.  
-         Ellos duermen arriba y yo en planta baja, nos respetamos y además mis viejos nos envidian. – se habrían reìdo contenidos en un abrazo.     

              Rescatar amoríos es para dioses antiguos y no obra de comunes, se reiteró por aquel ámbito de jardines desaparecidos y que él apreciara en algún amanecer de ir por su auto estacionado cerca. No pocas veces habrá comprado un diario en el camino de luego repasar en el desayuno sin apuro, demorando llegar muy temprano a la financiera de su padre. Toda añoranza se supone más amable que un recuerdo, pero sin escarbar en presunciones huecas, existir hade ser saberse de algún ámbito, reconocerse dentro de él y recordarse. Por eso cada tenaz olvido nos desgaja; nos hace menos en tanto toda especie, acaso, ha de saberse y recordarse dentro de ella. Más otros acertijos que recordara haber hablado con Maritza…

              En una ráfaga vio y revivió las cerámicas que exhibían un gato atigrado jugando con un ovillo de lana y reconoció esa pared que alguna vez lo inquietara a detenerse y a recordarse él mismo. Una secuencia que quizá aconteciera la misma noche que al llegar nomás le dijo a Maritza que se iría. .  
-         ¿Estás enfermo?
-         No, mi viejo está muy grave.  
-         Avisame como anda todo – y prometieron verse por más que en esa misma tarde con su padre, - un incurable enfermo final-  y su abogado juntaron los papeles financieros que él se llevaría de Buenos Aires a Europa. ‘No a un país cualquiera  sino a todos’, se decía como cínica pretensión de preservarse del íntimo  debate. Así que sumar su vida al quebranto de la especie sería llenarse de una moral barata y devaluada de la que tanto discurseara Maritza entre un momento y otro. Le dolían las ideas y agradeció al diarero que lo animara con un gesto.  

            - ¿Usted busca el chalet de los polacos? Era en la cuadra donde  hay dos edificios. A esa gente yo la recuerdo bien, era muy buena. La hija estaba buenísima, una rubiecita hermosa – y ahí el tipo cambió el discurso a un chamuyo firme, sin rodeo, de mirarle los ojos bien de frente al hablarle-. Pero usted sabe señor- y endureció la voz- un hijo de mil puta que nunca falta los estafó que perdieron la casa y debieron irse lejos – retuvo la mirada y al callarse entró en los ademanes de reordenar su quiosco de diarios y revistas. (Agos.011).
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Eduardo Pésico nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.

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