jueves, 2 de septiembre de 2010

EL PRECISO MOMENTO.

Debo decir, señora, que ya es tiempo de cambiarnos el trato.

De rozarnos un poco más al saludarnos, digamos, más de cerca,

ausentes que sus hijos y los míos,

esos algo más que indiferentes,

no aprecien ni sospechen que me aferro a

su blusa al decir ‘hola’,

y usted sonríe al callar que le ha gustado.



O que aguarda más que una caricia al paso,

al desgaire, ternura pasajera de algún desconocido,

sino un apriete más audaz y sustantivo que le brinde mi mano,

un toque anunciación,

no que le augure el reino de los cielos; ¿para qué tanto?

pero al menos le convoque tibieza debajo de su falda

en mitad del salón, y sin testigos.



Porque usted y yo, señora, en este instante,

defendemos la vida como pocos, al desprender

botones tras la piel intocada de su torso anhelante,

y sus caricias de camisa abierta al vello de mi pecho.



Sí, lo sabemos, somos grandes

si contamos los años y algún nieto,

pero los labios saben recorrer por donde

y diestros son los dedos contra mi cinturón y su corpiño.



Y el clima a desnudez, tan implacable y sin aviso,

ya nos tendió en la cama enteramente.



Si al fin, esto es lo cierto, nuestras bocas y manos comprendieron

que no existe el ‘demasiado tarde’

ni frases ya escuchadas de remontar pasados,

ni secretos perpetuos para siempre y por nada.



La verdad de la especie entró en nosotros,

en todos los sentidos a pleno y sudorosos,

a culminarnos juntos en el gemido mutuo

de este único cuerpo, que es el suyo y el mío



Y acaso sea el momento, mi amor, de empezar a tutearnos.

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